Los toros y el fúrgol tienen a veces asombrosas similitudes. Principalmente en sus inicios. Uséase; en los albores del aprendizaje del oficio. Y en la gran importancia que en ambas actividades tiene el desigual reparto que la diosa fortuna hace de sus putescos favores.
No es lo mismo debutar ante los pitones en una ignota plaza de carros manchega con ganao desechao de tienta lustros atrás, entre las moscas y las terribles cachavas de los asilvestrados mozos locales que hacerlo en la Maestranza con ganao pastueño escogido por la suavidad de sus embestidas, con los sabios consejos de un viejo torero pagado por el mecenas de turno y con la prensa (y, frecuentemente, la presidencia debidamente 'asesorada') previamente 'adobada' para que cante la gallardía del paseillo o los detalles de torería exhibidos a pitón pasao*.
No sé si mesplicao (tal vez haya yo cargao las tintas) en la estampa, pero nuestro ilustre florero y sapiente conocedor del arte taurino Don Infante podría ilustrarnos sobre muchos ejemplos de unos u otros casos. Yo, así a bote-pronto, me acuerdo de uno; el vástago de uno de los más grandes toreros que parió San Bernardo que, pese a tener todas las ventajas antedichas a su favor y saber torear como los propios ángeles, no pudo triunfar pese a tener a la tal diosa tumbá ante él con las patas abiertas para su disfrute y solaz.
Pues en el fúrgol ocurre otro tanto que en los toros; todo depende de esa puta llamada fortuna travestida en un entrenador que te pone aunque seas más malo que un bocao en la puntalbálano o que no te pone aunque seas un cruce de Beckembauer con Maradona con toques de Cruyff. O en un director deportivo que ve peligrar su astilla porque le puedes joder el fichaje del brasilero Pestinho que ya tiene apalabrao desde la última reunión de la cosca furgolera que de estas astillas vive.
Ojo, que no quiero decir que sea este el caso de Salva. Lo que sí quiero decir es que entra dentro de lo posible. La puta diosa fortuna y tó eso...
(*) Quien quiera asesorarse sobre el tema no debe perderse "Los clarines del miedo" de Ángel María de Lera.